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SOBERANÍA SANITARIA

Las epidemias de ayer, hoy y siempre

Por Damián Lerman (*)

Los albores de la independencia y la expedición sanitaria imperial

Si de algo estoy seguro es que la historia se repite y, aquellos que desearon concentrar el poder en el mundo, observaron al tráfico de mercaderías y a la salud como potenciales catalizadores de tal sueño. La revolución industrial permitió achicar distancias, entrelazar pueblos y aunar estrategias con el fin de multiplicar divisas.

La víspera de la independencia de nuestra patria, y su afianzamiento, contó con un hecho fundamental que se remonta a una “epopeya” marítima realizada a principios del siglo XIX por la corona española a las américas para variolizar a los habitantes de estas latitudes y salvarles entonces de los “azotes de la viruela” recorriendo miles de kilómetros en un barco repleto de personas, en su mayoría niños y niñas, que actuaron como vacunas humanas. Quizá pensaron que no nos daríamos cuenta que hubo una relación causal directa con los tiempos independentistas y que se trató del primer dejo expedicionario imperial utilizado como manotazo previo a la pérdida monárquica. Imaginen que luego del descubrimiento de la vacuna por parte de E.Jenner, y su aceptación a nivel mundial, rápidamente habría que distribuirla para salvarle la vida a la gente y también para enmarcar el poder de quien salva sobre el que es salvado. Había que dejar en claro quién mandaba mostrando que los artilugios podían llegar hasta cualquier punto, incluso si eso significaba entrometerse con la mismísima salud. Por suerte la vacuna era efectiva y la revolución de 1810 estaba en marcha sin posibilidades de ser detenida.

Lo que pudimos vislumbrar con el diario del lunes, fue que la independencia trazó dos caminos bien delimitados entre los que pensaron en la patria soberana y aquellos oportunistas que entendieron que solo se trataba de un trampolín para negociar mercadería por divisas.

Por ello (siempre con el antecedente de la variolización antes mencionado), no solo deberíamos con el correr de la historia guarecernos de los de afuera, sino que también tendríamos que hacerlo de los nuestros, de aquellos argentinos que pensaron solo en melosos “morlacos” capaces de seguir concentrando el poder en pocos y tomando decisiones en representación de muchos.Todo podía detenerse, excepto la generación de dinero y para eso debería legislarse a tal fin, aunque significase la pérdida de nuestra soberanía.

La fiebre amarilla, una muestra de la escasa previsión

Para el año 1866, la reforma de la constitución institucionalizó el manejo de los cánones que la aduana cobraría a la importación y exportación de productos que pasaran por el puerto, siendo Mitre el presidente a cargo de ese período. El puerto de Buenos Aires se erigía como un punto fundamental en el andamiaje económico de nuestra nación a la vez que la planificación de un ejido social a la altura de los avances antes dichos no encontraba eco. Las riquezas que partían con destinos múltiples se intercambiaban por dinero que acudía a las mismas arcas de siempre. La falta de planificación sanitaria era un hecho frente a una urbe creciente y azotada por epidemias. Los hospitales se contaban con los dedos de una mano y las condiciones de los mismos eran precarias.

Era de esperar que la Capital de nuestro país, casi no contara con agua corriente (excepto una pequeña zona de Recoleta a partir de los brotes de cólera en el año 1969), siendo para consumo la extraída de los pozos de la primera napa y aguas pluviales de los aljibes que en su gran parte estaban contaminadas por materia fecal de los pozos negros (no existía sistema de cloacas). La basura era abandonada en plena calle y para achicar los volúmenes se la pasaba por encima con una piedra aplanadora que los preparaba para ser usados como relleno de terrenos bajos y desniveles. Los saladeros y mataderos arrojaban sus desperdicios a las aguas del Riachuelo y la disposición de los cadáveres no contaba con reglamentación alguna por lo que eran inhumados a escasos centímetros del piso exponiéndolos con la caída de algunas gotas de lluvia o la presencia de perros que hurgaban por la zona. A medida que aumentaba el número de inmigrantes estos se hacinaban en los barrios del sur, en conventillos, hipertrofiando el riesgo de sufrir enfermedades y transmitirlas.

El Vicepresidente Marcos Paz, a cargo de la presidencia dejada por Mitre para luchar en la guerra del Paraguay, murió de cólera en una de las epidemias que azotó a nuestro territorio y desnudó aún más el abandono de políticas de salud. Se contaba con apenas 1 médico cada 1100 habitantes y escasos servicios públicos que no alcanzaban, ni para los más bondadosos, a cubrir demandas mínimas de la población. La fiebre amarilla venía desarrollándose en territorio  brasileño hacía tiempo y era causa de decesos en ese territorio y en el Paraguay. Durante el gobierno de Sarmiento en el año 1870 se vetó el proyecto de extender cuarentena a todos los buques provenientes del Brasil(1) aún a sabiendas que era la única manera de poder contener los contagios de las personas que provenían de zonas donde la enfermedad ya era endémica…..fue imposible desoír las leyes del mercado y enfrentarse a los tratados de libre comercio (debíamos pagar la deuda que Mitre le había dejado a Sarmiento por la guerra) sometiendo a un grave riesgo para la población. A esto se debió sumar el fin de la guerra de la triple alianza que junto con la vuelta de los soldados trajo de manera silenciosa el agente causal de la fiebre amarilla transportada por aquellos y transmitida por el mosquito Aedes aegypti que crecía en recipientes con agua y habitaba en nuestra calurosa y húmeda Buenos Aires de los años 1870/1871. Como si todo esto fuera poco la decisión de no suspender los carnavales dio el golpe de gracia para que todo comenzase a desmoronarse y, con el cañonazo que inauguraba el festejo estival, apareciera el inicio de un escabroso período. Rápidamente el número de muertos comenzó a aumentar ya que la mezcla surgida de la escasa inversión sanitaria, el desconocimiento de la génesis de la enfermedad y su transmisión, la presencia del mosquito, las condiciones ecológicas propicias para su desarrollo, la falta de remedios que tuvieran efecto alguno sobre el virus y las decisiones políticas desacertadas seguían estimulando la elevada  ocurrencia.

La capacidad del cementerio había sucumbido y los ataúdes se apilaban a la espera de su traslado y posterior entierro. Los carruajes que se ocupaban del transporte de los óbitos se volvieron demasiado caros debido a la escasez de los mismos frente a el elevado número de occisos (ley de oferta y demanda) y como consecuencia de la muerte de carpinteros y carencia de madera los cadáveres eran muchas veces envueltos en trapos. Se debió generar una nueva traza del ferrocarril oeste (a la postre “tren de la muerte”) para poder trasladar los muertos a un nuevo cementerio creado para poder contar con espacio fúnebre…el cementerio de la Chacarita. La capacidad de respuesta gubernamental se centró en la fundación de la “Comisión popular de Salud Pública” que tendría en sus filas a un recordado Adolfo Argerich, egresado de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires quien permaneció inamovible al frente de las acciones destinadas a controlar tamaña epidemia.

Los conventillos, ocupados en su mayoría por inmigrantes, fueron tomados como uno de los principales focos causales de la enfermedad y los habitantes de los mismos, que en su mayoría eran extranjeros, culpados como actores y actrices principales. Mucho de esos lugares fueron desalojados e incinerados, otros abandonados y vandalizados por el crecimiento de los saqueos y robos. La zona sur concentraba la mayoría de estos inconvenientes encontrándose, cuando no, habitada por las familias más humildes y por ende más desprotegidas.

A partir de semejante revuelta y, ante el desconcierto que planteaba el devenir, Sarmiento y una nutrida comitiva deciden abandonar la zona caliente para alojarse en Mercedes hasta tanto la situación mejorase y se conociera la causa de la enfermedad mortal (10 años después el prestigioso Dr.Finlay descubriría que era el mosquito el responsable del contagio) pero debido a las fuertes críticas realizadas por los medios gráficos, La Razón y La Nación, que los tildaban de zánganos emprenden su vuelta en medio de fuertes condenas sociales y, como volviendo al futuro, intimidados por la prensa escrita que mostraba su poder. El diario La Prensa, fundado en 1869 y opositor a Sarmiento, publicaba el 21 de marzo: “Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos” (2). Mientras tanto los médicos,  que escaseaban, debían atender muchas veces acompañados por la policía tras ser culpados por parte de la población de brindar medicación que los enfermaba…menudo trabajo el de los galenos, curar, acompañar en la agonía, muchas veces enfermarse, otras morir y ocasionalmente ser agredidos en medio de un desconcierto que crispaba cada vez más a la sociedad toda (ahora le deberíamos agregar el maltrato del Estado).

Lo que dejó

En la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso Nacional en julio de 1871(3), Domingo Faustino Sarmiento señaló: “Honorables senadores y diputados. La postergación inevitable que vuestra reunión ha experimentado tiene por origen una calamidad pública cuyas víctimas han sido Buenos Aires y Corrientes. La epidemia que acaba de desolar estos centros de población ha adquirido, por la intensidad de sus estragos y acaso por las consecuencias que traería su posible reaparición, la importancia de un hecho histórico. Hay ciertas obras públicas que hoy constituyen, por decirlo así, el organismo de las ciudades, y cuya falta puede exponerlas a las más serias catástrofes. Las nuestras han venido, entre tanto, acumulando su población, merced al impulso vivificador del comercio, sin que se pensara en la ejecución de aquellas y se advirtiera el peligro. La lección ha sido severa y debemos aprovecharla”

Después de semejante epidemia y, a partir de los anuncios en el Congreso, se iniciaron masivamente obras de saneamiento en toda la ciudad. Las zonas ubicadas inmediatamente al norte del centro, habitadas por ciudadanos de recursos medios y altos que no habían sufrido tanto la epidemia con las del sur, fueron las que más avanzaron en este sentido (nuevamente dentro de la lógica esperable). Se pavimentaron cuadras y confeccionaron nuevas veredas. El intendente Torcuato de Alvear, se rodea de un equipo de médicos de selección (G. Rawson, E. Coni,  A.Crespo, J.Ramos Mejía) que concibe un vasto plan de saneamiento y equipamiento hospitalario. Este equipamiento quiere hacer de Buenos Aires, según palabras de Rawson, “la ciudad más sana del mundo”. El gobierno y la municipalidad sanean la ciudad: se realizan grandes obras de extracción de agua, de cloacas, de pavimentación y de vías públicas. Se crea el Departamento Nacional de Higiene y Asistencia Pública, además, se construyen -entre1870 y 1880- quince hospitales dando como resultado el descenso en la tasa de mortalidad en un 50%(4)​. Graserías y saladeros de carnes fueron prohibidos en la ciudad (5) empatizando con la idea del ordenamiento de aquello que contaminaba a ojos vista.

Se fue comprendiendo que todo aquello que contemplaba a los procesos de salud y enfermedad de nuestro suelo como prioritario eran piedra fundacional de un futuro promisorio y algunos hasta parecieron entender que la salud es una inversión y no un gasto y que sanear el ambiente es más importante (y barato) que curar enfermedades.

Actualmente, luego de sufrir una de las peores pandemias de la historia de la humanidad y careciendo de soberanía sanitaria, normalizamos un sistema de salud que toma como variable de ajuste a los y las profesionales y que muestra  una notable desinversión en tecnología médica. Entregamos nuevamente nuestro futuro económico y las posibilidades de desarrollo social a numerosas empresas multinacionales que, como en aquella epopeya monárquica de hace 220 años, nos facilitaron vacunas terminadas a cambio de prácticamente todo lo que deseaban obtener. Claro, la vida no tiene precio, pues bien usemos el dinero para invertir en nuestro talento humano y tecnología nacional…nunca es tarde.

Aquellos Aedes de fines del siglo XIX, al igual que los de ahora, se siguen alimentando de sangre. Presidentes siguen abandonando su puesto por diferentes medios y siempre (a lo largo de 250 años) se ven desarmonizados por la prensa. Las sesiones del Congreso siguen mostrando presidentes con sempiternas promesas incumplidas.

La inversión solo viene a cuenta gotas después de algún desastre y los médicos seguimos sin ser héroes (nos gusta comer y no volamos). Los barcos   zarpan y llegan sin restricciones y navegan por aguas nuestras que no nos pertenecen (vaya paradoja) para seguir inclinando la balanza para los de afuera mientras batimos récord de casos de dengue abonado por la falta de educación y la hegemonía de la industria del plástico que anidan a los mosquitos.

Todo cambió para que nada cambie porque si esto ocurre será el fin de los mismos de siempre para el comienzo de un sueño colectivo

1 Demaría, Viviana y Figueroa, José (abril de 2012). «Epidemia: Fiebre amarilla en Buenos Aires». Revista El Abasto.

2 Scenna MA. Cuando murió Buenos Aires (1871). Buenos Aires: Cántaro; 2009.

3 Congreso Nacional. Acta de apertura de las sesiones del Congreso Legislativo, Buenos Aires: Cámara de Senadores; 1971

4 La gran epidemia –Apropósito del libro cuando murió Buenos Aires-. Germán García

5 “Saladeros, contaminación del Riachuelo y ciencia entre 1852 y 1872”. Carlos María Birocco y Luis Claudio Cacciatore. En Revista Ciencia Hoy, Vol 17, n.º 101, noviembre de 2007.

(*)  Médico infectólogo y vicedecano de la Facultad de Ciencias Médicas – UNR

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