Por Marianela Scocco (*)
Desfinanciar la ciencia es destruirla. Y también destruye a la ciencia someterla a las corporaciones. Si la ciencia es extractivista, no es ciencia, es negocio.
Guillermo Folguera
A partir de la asunción del gobierno nacional de Javier Milei en diciembre de 2023, desde la Asamblea de Trabajadorxs y la Junta Interna de ATE- CONICET de Rosario (y en todo el país) venimos denunciando el plan de ajuste, vaciamiento y desguace que pone en riesgo la continuidad de la producción de conocimiento público de nuestro país. Era algo que venían anunciando desde la campaña electoral y que pusieron en práctica inmediatamente al degradar al ex Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación a la Secretaría de Innovación, Ciencia y Tecnología, que depende de la Jefatura de Gabinete, y al congelar el presupuesto para funcionar en 2024 y 2025 en los niveles de 2023, luego de la fenomenal devaluación que impusieron al asumir. Hay un amplio consenso en considerar la actual situación que transita CONICET como crítica y, en forma más general, todo el sistema científico nacional. Esta crisis se expresa en una política de ajuste que no tiene precedentes, en cuanto a magnitud, desde la recuperación de la democracia en nuestro país y una incertidumbre en diversos aspectos que hacen a la viabilidad futura del sistema científico.
En este marco, la crisis se ha ido agravando con los meses. La semana pasada nos movilizamos en todo el país por la efectivización inmediata de cargos dispuestos en 2022 para ingresantes a Carrera del Investigador Científico y Tecnológico (CIC) y a Carrera del Personal de Apoyo (CPA); por la publicación de los resultados de la convocatoria CIC de 2023 y la continuidad de estas convocatorias, que desde hace muchos años venían siendo anuales.
Sumados a los reclamos que hemos planteado reiteradamente por recomposición salarial mediante paritarias libres y sin techo, continuidad de becas, financiación para proyectos y ampliación del presupuesto para ciencia y tecnología.
No obstante, desde diversos colectivos hace años venimos sosteniendo que no es suficiente defender CONICET del ajuste, sino que también debemos defenderlo de las corporaciones y de quienes se quieren apropiar del conocimiento científico producido con fondos públicos (o quieren usar los fondos públicos para producir conocimiento científico para las corporaciones).
A contramano de ese sistema y apoyados o amparados en los movimientos ambientales, promovemos una ciencia pública para las comunidades y para la naturaleza.
En este sentido, así como se plantea que no hay alternativas al modelo de producción que se constituyó en las últimas décadas en Argentina -un modelo que puede ser caracterizado como agroindustrial, extractivista y contaminante; de reprimarización, concentración y extranjerización de la economía, es decir, una matriz productiva centrada en la expansión del agronegocio- también se suele afirmar que, como las demandas del feminismo, las del ambientalismo no están en un mismo nivel de urgencia o relevancia que, por ejemplo, la necesidad de sacar a la gente de la pobreza. De esta forma, aún en los sectores políticos o gremiales que reconocen que las demandas del ambientalismo tienen sentido, también sostienen que deben ponerse en perspectiva frente a otros problemas mayores, como la pobreza y la indigencia (Cantamutto; Schorr y Wainer, 2024).
En este texto retomaremos a algunas y algunos investigadores que demostraron la falsedad de esas dicotomías y reflexionamos sobre los vínculos entre las luchas sindicales y las luchas ambientales.
Ciencia estatal hegemónica
En primer lugar, es necesario señalar y denunciar que existe una ciencia estatal hegemónica que opera como insumo principal del agronegocio, que ha exacerbado la matriz extractiva. Esa matriz, pese a las múltiples diferencias de los gobiernos que se sucedieron desde la implementación de la soja transgénica en 1996 a la actualidad y a las divergentes coyunturas económicas internacionales que afrontaron, se profundizó sin incorporar los daños socioambientales, ni las alertas expresadas por las poblaciones afectadas. De esta forma, junto al desarrollo de una ciencia al servicio de grandes corporaciones, la intensificación del extractivismo rural, también minero y urbano, fue sincrónica al incremento de la deuda externa cuyo pago es, al mismo tiempo, uno de los principales argumentos para profundizar este esquema (Gárgano, 2022).
En este sentido, siguiendo a Harvey (2012), cabe destacar que mientras la doctrina neoliberal supone que el Estado se limita solo a proteger el libre mercado, existe una intensa intervención estatal tanto en el plano económico (con la defensa de intereses privados), como en el marco institucional (regulatorio y legislativo) que el propio Estado genera y en su brazo represivo cuando las movilizaciones sociales se intensifican.
Esto se evidencia en la agricultura neoliberal de los años ‘90, que estuvo impulsada por las políticas orientadas desde el FMI, pero también tras la emergencia de los gobiernos latinoamericanos llamados “progresistas”, que reivindicaron un papel más prominente del Estado, con políticas sociales focalizadas y, en algunos casos, de redistribución, pero lo hicieron de forma estrechamente articulada al fortalecimiento de los capitales privados multinacionales (Svampa y Bringel, 2023).
Ese modelo, entonces, estuvo signado por, como dice la historiadora Cecilia Gárgano (2022: 93), una “agricultura basada fuertemente en la generación de conocimientos científicos y tecnológicos para la generación de las semillas y del paquete tecnológico en su conjunto”. Y continúa: “Los paquetes tecnológicos impulsados desde la segunda mitad de la década de 1990 incluyeron para su promoción la articulación entre organismos estatales de investigación y corporaciones semilleras y agroquímicas. Una dinámica que se expandió inscripta en un ciclo histórico nacional de apropiación privada de resultados de investigaciones generados con fondos públicos, y en un proceso internacional de privatización del conocimiento” (Gárgano, 2022: 105).
De esta forma, y siguiendo a la autora, la ciencia estatal hegemónica opera como un insumo fundamental del agronegocio mediante diversos mecanismos: a través de procesos de inclusión y exclusión subordinado de voces (de la agricultura no hegemónica, de comunidades locales y de enfoques científicos críticos) de las agendas estatales de investigación; la promoción de convenios de vinculación tecnológica “público-privados” y la separación de la problemática ambiental de la creciente desigualdad social.
Guillermo Folguera, en su artículo sobre las similitudes entre el trigo HB4 y la extracción de litio (2022), sostiene que una de esas similitudes es la manera en que intervienen los saberes y las prácticas científicas, que cumplen sus roles profesionales para silenciar y legitimar. Así, el discurso profesional ha sido fundamental en las problemáticas asociadas a los agronegocios y a la megaminería por varios motivos: porque, por un lado, se presentan como posibilitadores técnicos, afirmando que nadie conoce más acerca de los efectos de una cosa que su propio creador, donde además se suma la clásica fragmentación disciplinar, poniendo al especialista en un lugar más específico aún. Por otro lado y al mismo tiempo, el saber profesional cobra un lugar significativo al ratificar la dicotomía saber/no saber y de esta forma, las experiencias y saberes de las comunidades no representan un valor.
Pero sobre todo, porque el discurso que prioriza y jerarquiza la práctica y el rol especialista ha sido clave en los convenios de vinculación tecnológica “público-privados” de los que hablábamos antes y, por tanto, en la mezcla de lo público y lo privado. Esto se evidencia en todas las instituciones involucradas. En los convenios y desarrollos del INTA, Universidades Nacionales o CONICET parecen primar los objetivos, las promesas y los lenguajes de las corporaciones.
Un claro ejemplo de ello es el diseño y la implementación del trigo HB4. Este trigo es producto de un acuerdo entre Bioceres, CONICET y la UNL. Raquel Chan, que fue la investigadora responsable del proyecto, es investigadora superior de CONICET, directora del Instituto Agrobiotecnológico del Litoral (IAL, CONICET-UNL) y profesora titular de la UNL.
El trigo HB4 fue aprobado en 2021, ignorando las fuertes oposiciones y discusiones promovidas por diferentes sectores de la comunidad, que denunciaron sus posibles efectos ambientales asociados a la resistencia al stress hídrico (tales como inundaciones o sequías a raíz de la deforestación y el avance de la frontera agropecuaria) y, por otro lado, a las amplias probabilidades de que el glufosinato de amonio sea parte del paquete de agrotóxicos asociados a las plantaciones de trigo HB4, a pesar de la promesa de que no será usado.
El trigo no es el primer HB4, pues esa tecnología ya había sido aplicada en la soja. La alianza entre lo público y lo privado también es una de las lógicas que se expandió a partir de los años ‘90. Promover este tipo de vinculación estado-empresa fue una de las políticas prioritarias del Ministerio de Ciencia y Tecnología, creado 2007, hoy degradado a Secretaría.
Folguera también resalta que hoy reaparece un discurso con promesas similares a las que se hacían hace treinta años. En líneas generales, estas promesas se relacionan con la posibilidad de generar nuevos puestos de trabajo a escala local-provincial y con el ingreso de divisas a escala nacional. Pero sabemos que esas promesas nunca fueron cumplidas y que, por el contrario, los extractivismos han creado “zonas de sacrificio” donde se enferma a las poblaciones y se destruyen los ecosistemas.
Por tanto podemos concluir que si enferma y destruye no es ciencia. Si lo deciden las corporaciones, no es democracia. Y si la ciencia es extractivista, no es soberana ni nacional.
Ciencia digna
Es por ello que reivindicamos la tarea que llevan adelante otros y otras investigadores de CONICET que, como Gárgano y Folguera, demostraron la falsedad de esas dicotomías y que mantienen una práctica militante, desde lo que se conoce como “ciencia digna”.
Especialmente a partir de las investigaciones encabezadas por Andrés Carrasco, médico especializado en biología molecular, que en 2010 publicó un estudio que fue pionero en asociar al glifosato con el incremento de malformaciones congénitas y que además fue perseguido por las autoridades de CONICET por ello.
Investigadores e investigadoras que han escuchado y escuchan a las comunidades más afectadas, que participan en pie de igualdad de las resistencias junto a ambientalistas. Y desde esa escucha y participación comparten datos, saberes e investigaciones. Socializando información, derribando mitos, señalando responsabilidades y mostrando caminos posibles.
De esta forma, sostienen la necesidad de “desnaturalizar” no solo sobre la inevitabilidad de los procesos extractivistas; sino también, como dice Mauricio Cornaglia (2025), en relación a la “corrupción”, elemento central para que sea posible el ecocidio y genocidio que venimos padeciendo.
Entonces volvemos al principio, a la necesidad de analizar y protagonizar las luchas ambientales desde nuestra condición de trabajadores y trabajadoras.
Nancy Fraser (2023) sostiene que es ineludible una ecopolítica que debe ser anticapitalista y transambientalista, es decir, que aborde de manera transversal los problemas ambientales, económicos, políticos y sociales. A nosotras y nosotros, desde América Latina, nos gusta llamarla socioambiental.
En Argentina, las luchas ambientales han tenido como protagonistas a las comunidades indígenas y campesinas, así como también a los nuevos movimientos socioambientales, como por ejemplo los que promueven las resistencias contra la megaminería, contra el uso de agrotóxicos, contra la expansión de la frontera sojera, contra las diferentes formas del urbanismo neoliberal y, de modo más reciente, contra la exploración y explotación del mar argentino, contra el extractivimo forestal e ictícola, el fracking y el litio.
Pero es cierto que aún subsiste una gran desconexión entre luchas sindicales y luchas ambientales, potenciada por la relación directa entre extractivismo, política de concentración de la tierra y deterioro de los derechos humanos. Por ello, la dinámica de las luchas socioambientales debe tener un lenguaje común que muestre el cruce entre una matriz indígeno-comunitaria, la defensa del territorio y los derechos humanos y un discurso ambientalista. Así, debemos colocar en debate conceptos tales como los de soberanía, democracia y derechos humanos. Y es fundamental que incorporemos ese lenguaje común a las luchas sindicales así como a la defensa de CONICET, y que nuestros gremios y equipos de trabajo sean parte constitutiva (y no solo aliada) de las luchas socioambientales.
Ph (Las fotografías incluidas en el artículo fueron realizadas por Sofía Alberti.)
Bibliografía
Cantamutto Francisco; Schorr, Martín y Wainer, Andrés (2024) Con exportar más no alcanza. (aunque neoliberales y neodesarrollistas insistan con eso). Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Cornaglia, Mauricio (2025) “Curso Acelerado: Antiextractivismo, Dignidad y Buen Vivir.” Rosario: Editorial Último Recurso.
Folguera, Guillermo (2022) “Diez similitudes entre el trigo HB4 y la extracción de litio: algo más que coincidencias”. Tekoporá vol. 4, n°2, 24-48
Fraser, Nancy (2023)“Capitalismo Canibal”. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Gárgano, Cecilia (2022) “El campo como alternativa infernal”. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Imago Mundi.
Harvey, David (2012) “El enigma del capital y las crisis del capitalismo.” Madrid: Akal.
Svampa, Maristella y Bringel, Breno (2023) “Del «Consenso de los Commodities» al «Consenso de la Descarbonización»”. Nueva Sociedad n° 306, 51-70.
(*) Marianela Scocco. Doctora en Historia, Investigadora del Conicet, Docente en la Facultad de Humanidades y artes UNR y Directora del Instituto Soberanía.